El frondoso bosque de helechos y pinos se asoma al mar, lamiendo la fina y blanquecina arena de la orilla. Unos helados riachuelos surgen del espesor, desembocando en las aguas de un mar verdoso salpicado de piedras cubiertas de algas. La alargada playa se pierde a lo lejos topándose con unos acantilados de piedra caliza. Esto podría servir como telón de fondo de alguna escena de Lost… pero no. No estamos en una isla perdida en el Pacífico, sino en la costa norte de Estonia.

Los países Bálticos son un destino en auge. A medio camino entre los pueblos eslavos de Europa del Este y las infinitas estepas rusas, Lituania, Letonia y Estonia se asoman al Báltico anhelando un futuro dentro de Europa. Pantanos, interminables playas de fina arena blanca, litorales abruptos, frondosos bosques de coníferas y lagos de un azul cobalto se alternan en el paisaje a medida que el viajero recorre estas ex-repúblicas soviéticas.

1991 fue un momento clave en la historia de estas tres naciones: el año de su independencia, el momento en el que rompieron las ataduras que les ligaban a Moscú, corazón de ese gigante rojo que se resquebrajaba. A pesar de compartir durante más de cinco décadas un pasado en común, cada país conserva unas particularidades muy marcadas que hacen de lituanos, letones y estonios pueblos hermanos, pero distintos entre sí.

Diez días, un coche, más de mil kilómetros y cuatro amigos son los ingredientes de esta especie de road trip estival por los países Bálticos.

Lituania

Plaza de la Catedral de Vilna, centro neurálgico de la ciudad.
Plaza de la Catedral de Vilna, centro neurálgico de la ciudad.

Nuestro primer contacto con los países Bálticos fue la terminal del aeropuerto de Vilna, una suerte de estación de tren coqueta y deliciosamente anacrónica. La capital lituana, que durante muchos años compartió un pasado y una grandeza comunes con la vecina Polonia, recuerda ligeramente a Varsovia cuando bajas por la calle Pilies y desembocas en la amplia plaza de la catedral o incluso a Cracovia cuando negocias la subida en espiral a la colina del Castillo Viejo.

La maraña de adoquinadas calles del centro de la ciudad invita al turista a perderse y contemplar las ornamentadas fachadas de las innumerables iglesias católicas que conviven con alguna que otra catedral ortodoxa de exuberantes cúpulas doradas.

Escoltado por la inclinada torre del campanario, un guiño local a la archiconocida torre de Pisa, el soberbio edificio neoclásico de la catedral de Stanislav y San Vladislav domina la plaza de la catedral, centro neurálgico de Vilna. A unos pocos metros se alza la colina del Castillo Viejo, desde donde se obtiene una panorámica de 360 grados de la ciudad.

Si después del ejercicio queremos recuperar fuerzas, podemos comenzar, echándole valor, con unos altamente calóricos «zepelines» (especie de patata de textura gelatinosa rellena de carne), continuar con una sabrosa ternera Strogonoff y culminar saboreando el sorprendentemente aromático café local.

Castillo de Trakai.

Con un par de días tendremos suficiente para quedarnos con una detallada foto mental de Vilna. A continuación, os recomiendo alquilar un coche y lanzarse a las carreteras lituanas. Nuestra siguiente etapa fue el castillo de Trakai, un espectacular fortaleza medieval de torreones circulares erigida sobre un islote en el lago Galvè, a una media hora en coche de Vilna.

Una timida llovizna (la única de todo el viaje) nos convenció de que una vuelta al foso y un vistazo al lago eran suficientes, así que volvimos al coche y enfilamos hacia la costa. El pueblo costero de Palanga, con sus extensas playas de arena blanca, sus mansiones decimonónicas y su coqueto pantalán repleto de músicos, nos demostró por qué muchos paisanos deciden pasar sus vacaciones allí.

Culminamos la jornada con una cena bastante floja y unas copas más que animadas en el casco viejo de la cercana Klaipeda, tercera ciudad de Lituania. A la mañana siguiente, tras engullir un contundente desayuno en la terraza del bucólico hotel que escogimos a las afueras de Klaipeda, tomamos la carretera en dirección norte, rumbo a Letonia.

Letonia

Panorámica de Riga al atardecer, con el Daugava al fondo.
Panorámica de Riga al atardecer, con el Daugava al fondo.

Nada más cruzar el abandonado puesto fronterizo de la frontera lituano-letona, te percatas de que Letonia dista bastante de su vecina Lituania (quizás esta última la más «europea» de las tres ex-repúblicas bálticas), cuando los brazos, que luchan por aferrarse al volante, comienzan a temblar debido a los agujeros como melones que abundan en el descuidado asfalto letón.

Tras varias horas de temblequeo, y una breve parada en la playa de Liepaja, de clásico formato báltico (arena fina y blanca, agua apenas salada y kilometros de playa), comenzamos a percibir en el horizonte las puntiagudas torres de las iglesias luteranas de Riga, la capital del país.

La ciudad más poblada y más «rusificada» de los países Bálticos, es un atractivo puerto a orillas del golfo homónimo, que en ocasiones recuerda a Copenhague: el agua gris, las iglesias de ladrillo rojo coronadas con puntiagudas agujas de cobre, el colorido de muchos de sus edificios del casco viejo.

La delicadeza de las fachadas Art Nouveau, la opulencia de sus edificios nobles, la elegancia decimonónica de su cinturón de bulevares y las espectaculares cúpulas de cebolla de la catedral ortodoxa de San Nicolás, contrastan con la oferta farrera y gañán que atrae a numerosos turistas con ganas de emborracharse y, entre trago y trago del ardiente Balsamo Negro de Riga, por qué no, contemplar otro tipo de «monumentos».

Casa de los Cabezas Negras, junto al Museo de la Ocupación de Riga.
Casa de los Cabezas Negras, junto al Museo de la Ocupación de Riga.

Oferta de la que, no obstante, dimos buena cuenta pero tratando de seguir los crípticos consejos de los locales: fenómeno curioso este: casi nadie era capaz de recomendarnos un bar, un restaurante o una discoteca, siempre recurrían a fugaces encogimientos de hombros y a vagas y genéricas indicaciones.

Pese a ello, pudimos disfrutar de un concierto de una banda local que versionaba a Elvis o a la Steve Miller Band, seguido de unos buenos bailables en una discoteca de la Kalku iela, para acabar pululando por las calles de Riga hasta que la temprana alba báltica nos sorprendió.

Un par de días son también una buena dosis temporal para quedarse con una buena impresión de la capital letona. Tiempo suficiente para recorrerse de arriba abajo la Kalku iela, la arteria peatonal del casco viejo; visitar tanto la iglesia de San Pedro como la Catedral, templos luteranos testigos del pasado hanseático de este gran puerto en la desembocadura del río Daugava; alzar el cuello para admirar los mas de 40 metros de granito y cobre del imponente Momumento de la Libertad, auténtico epicentro de aquellas jornadas noventeras que marcaron el resurgir de un país; dejarse ver por el Museo de la Ocupación, junto a la espectacular Casa de los Cabezas Negras; adentrarse en el parque Vermanes para presenciar atávicas partidas de vetustos ajedrecistas jubilados con severo gesto de ex agentes de la KGB; o deslumbrarse contemplando el recargado interior de la iglesia de San Nicolás, donde ancianas con la cabeza cubierta por pañuelos se arrodillan ante magnéticos iconos.

Estonia

Panorámica de Tallin desde la colina de Toompea.
Panorámica de Tallin desde la colina de Toompea.

Unos 40 kilómetros después de que los muelles de Riga se desvanecieran del retrovisor de nuestro coche, nos adentramos en Estonia, última etapa de nuestro viaje. Si antes concluía que Lituania es la república báltica más «polonizada», y Letonia la más «rusificada», a Estonia le colgaría la etiqueta de «escandinavizada».

Quizás sea debido a los años de ocupación danesa y sueca; o a que sea considerada como una de las potencias tecnológicas del mundo; o simplemente a que su idioma está emparentado con el finés, pero el hecho es que una vez entras en el país percibes esa ligera diferencia, ese toque más «nórdico» en contraste con sus vecinos letones y lituanos.

Volviendo a nuestra hoja de ruta, una vez cruzada la frontera y habiendo realizado una breve parada en Pärnu, decidimos desviarnos en dirección este hacia Tartü. Centro cultural del país, esta coqueta ciudad alberga una de las universidades más prestigiosas y antiguas del norte de Europa.

A pesar de ser agosto, se podía respirar ese aroma universitario en las innumerables terrazas y en las razonablemente animadas calles peatonales que confluían en la plaza del Ayuntamiento. Tras unos cuantos refrigerios y algunas conversaciones surreales en lo que se podría denominar inglés, decidimos retirarnos al hotel.

Al día siguiente, tomamos rumbo norte, hacia el golfo de Finlandia, en donde nos esperaba una de las mayores sorpresas de todo el viaje.

Imaginad una carretera que se adentra en unos parduzcos campos de trigo, los rayos del sol reflejándose en las altas espigas mecidas por la relajante brisa marina. Imaginad, de pronto, una especie de jungla de helechos y coníferas; unas infinitas escaleras de madera que se adentran en el espesor y que parecen no conducir a ninguna parte; imaginad alcanzando el último escalón y poniendo el pie sobre una arena extremadamente fina, contemplando una playa surcada por arroyos y bañada por las aguas del mar Báltico.

Por un momento, esta estrecha franja de arena, acorralada entre el mar y la maleza, me pareció lo más cercano a una isla desierta… sólo faltaba el fuselaje de una avión desmembrado para ponerme en el pellejo de un personaje de Lost.

Ayuntamiento de Tallin.
Ayuntamiento de Tallin.

Con ese agradable sabor de boca que te dejan los grandes hallazgos inesperados, enfilamos la carretera que nos llevaba a Tallin, última etapa de nuestro particular road trip.

Tras dejar los bártulos en el hostal, decidimos deambular sin rumbo fijo por la ciudad, en busca de un lugar para cenar. El primer vistazo fue más que prometedor: las bellas fachadas sutilmente iluminadas de la Ciudad Vieja nos recibieron en una calurosa noche de verano, la plaza del Ayuntamiento se mostraba acogedora e imponente.

Precisamente en una callejuela cercana a la plaza encontramos nuestro bar de cabecera en la noche de Tallin: el Clazz, un garito de discreta elegancia y variada música en directo. Después de un par de gintonics a ritmo de música brasileña, decidimos volver al hostal, pues a la mañana siguiente teníamos pensado dar una vuelta por los alrededores de la ciudad.

A unos dos kilometros al este del centro, el parque de Kadriorg esconde un par de cosas interesantes. Por un lado, el palacio homónimo de estilo barroco, que alberga la sede presidencial; y por otro, el imponente edificio del Kumu, el Museo de Arte de Estonia, una verdadera joya arquitectónica de cobre, madera y dolomita, cuya planta circular se integra perfectamente en el entorno.

El impactante Memorial de Guerra soviético, a las afueras de Tallin.
El impactante Memorial de Guerra soviético, a las afueras de Tallin.

Sin embargo, lo que más llamativo me resultó de los alrededores de Tallin fue el Memorial de Guerra soviético, una macroestructura de cemento junto al paseo marítimo, erigida por los soviéticos sobre el que antiguamente era un cementerio de guerra alemán.

Cuando pones el pie en la yerma esplanada dominada por un obelisco de unos cuarenta metros, percibes que te encuentras en un lugar especial. Sientes una espeluznante desolación, como si el mundo hubiera sufrido un cataclismo y fueses el único superviviente sobre la faz de la Tierra. Los hierbajos van ganando terreno al mastodóntico monumento, colándose entre los resquicios del abandonado cemento.

Esa ligera desazón no tardó en desaparecer tras unos cuantos chapuzones en las animadas playas del litoral de Tallin y, más tarde, con una buena cena a base de una ensalada de ahumados y estofado de alce. La noche se tornó interesante tras echarnos al gaznate unos gintonics en nuestro garito de confianza y, una vez reconfortados cuerpo y alma, hacer acto de presencia en la discoteca Hollywood.

El último día de nuestro viaje, lo dedicamos a disfrutar con más calma del centro de Tallin. Por la mañana, nos encaramamos a la colina de Toompea, centro del poder político y religioso, en el que destacan la catedral de Alexander Nevsky y la torre de Pikk Herman, así como los numerosos miradores desde los que se obtienen las mejores panorámicas de la ciudad.

Por la tarde, nos dejamos llevar por las animadas calles del centro medieval, con la plaza del Ayuntamiento como centro neurálgico. La sucesión de callejuelas empedradas, iglesias y edificios de diversos estilos hablan de la prosperidad y la multiculturalidad de las que fue testigo la capital de Estonia en el transcurso de su historia.

Curiosamente, después de diez días en territorio báltico sin ver una gota de agua, la última noche nos despidió con un colosal aguacero. Como si algo allá arriba estuviera contrariado con nuestra marcha; como si aún nos dejásemos algo en el tintero y nos estuvieran reprochando el no haber aprovechado del todo nuestra estancia; como si un burlón espíritu báltico nos la jugase para que este contratiempo nos obligara a volver para no quedarnos con un ligero mal sabor de boca.

Sea como sea, la principal conclusión que hemos sacado durante estos diez días y más de mil kilómetros de viaje, es que los Países Bálticos son un destino más que recomendable y más que repetible.