Caos es la primera palabra que te viene a la mente nada más poner los pies en Nápoles: bocinazos, tres «raggazzos» en moto sin casco adelantándote en dirección contraria, más bocinazos, procesiones cortando el tráfico, basura acumulada en los arcenes, policías que contemplan imperturbables el tinglado, semáforos que no funcionan o directamente son ignorados, fachadas desconchadas, estrechas calles prácticamente cubiertas por tenderetes de ropa, más bocinazos… y mientras, te aferras al volante deseando que te hubieran arrojado en paracaídas sobre la ciudad.

Así es Nápoles. Una especie de circo dirigido por un caos organizado a su manera, típicamente mediterráneo, primo hermano del caos que también palpé en Atenas, por ejemplo. Un avispero que parece zumbar sin ningún tipo de sincronía. Por momentos, mientras te adentras en el corazón del Nápoles antiguo, pareces estar recorriendo una medina árabe, sorteando vendedores, turistas y motos por resquicios imposibles. Topándote a menudo con tesoros pretéritos descuidados y casi ignorados.

‘La grande bellezza’ napolitana

Interior de la Galleria Umberto I, epicentro del Nápoles aburguesado.
Interior de la Galleria Umberto I, epicentro del Nápoles aburguesado.

Sin embargo, una vez recuperado de esta primera bofetada de realidad napolitana, tras armarte de esa curiosa mezcla de cinismo y orgullo propia de los nativos, (expresada en el archiconocido juntar de dedos hacia arriba acompañado de la consiguiente agitación de mano) Nápoles se revela como una ciudad bella y vibrante.

Heredero de una ajetreada historia, el centro de la ciudad está plagado de palacios y casas nobles, vestigios de un esplendoroso pasado en cuyo apogeo Nápoles fue uno de los epicentros comerciales y artísticos de Europa. Bajo el ajado barniz de decadencia que cubre con apatía la fachada de alguno de estos edificios, puedes sentir la altiva grandeza de una diva venida a menos.

La confluencia de la vía Toledo (llamada así en honor a un virrey español) con la vía Chiaia conforman unos cuantos metros cuadrados en los que late con fuerza una imponente grandeza. Aquí toma protagonismo la piazza del Plebiscito, un gran espacio dominado por la basílica San Francesco di Paola, una especie de punto común entre la columnata semicircular de San Pedro del Vaticano y la cúpula del Panteón de Roma.

Al otro lado de la plaza, le hace la competencia el no menos impresionante Palazzo Reale, un sólido edificio renacentista de ladrillo y piedra, epicentro de ese Nápoles en el que lucieron palmito emperadores y reyes borbones.

A unos pasos, nos encontramos con la Galleria Umberto I, una elegante solución a la epidemia de cólera que asoló la ciudad en 1884 y que obligó a las autoridades a sanear la zona. Por los elegantes suelos de marmol paseó lo más fetén de la sociedad napolitana del momento, protegidas sus aburguesadas molleras por una diáfana cubierta de cristal y hierro coronada por una suntuosa cúpula, todo muy al estilo de la famosa Galería Víctor Manuel II de Milán.

El Nápoles militar

La compacta mole del Castel Nuovo.
La compacta mole del Castel Nuovo.

Irónicamente, comprobaremos que Nápoles posee un cierto carácter militar. La peligrosidad del Mediterráneo impulsó a los distintos gobernantes extranjeros (franceses y españoles) a dotar de cierta solidez a las defensas de la ciudad, una autentica perita en dulce para los piratas sarracenos, los corsarios y demás chusma.

Las compactas siluetas de las fortalezas Castel Nuovo y Castel Sant’Elmo, son la muestra de ese intento extranjero de dominar y dotar de cierta rigidez y empaque al ingobernable caos nativo. El primero, erigido durante el mandato normando, domina la entrada al puerto y la planicie del centro de la ciudad. Una verdadera mole de piedra, flanqueada por cuatro torreones cilíndricos a cada una de sus esquinas.

Para llegar al segundo, desde via Toledo se puede tomar cualquiera de las estrechas callejuelas que se encaraman a la colina de San Martino, salvaguardadas por algún que otro jambo de mirada torva y marcado look napolitano (véase, melón rapado por los lados y coronado por un tupé-mofeta de lo más molón; pendiente de brillante; camiseta de fútbol, chandalismo ilustrado y bambas de correr).

La subida merece la pena. El Castel Sant’Elmo nos ofrece una de las mejores vistas de la ciudad: ese caótico y vibrante bullicio vertido sobre el golfo homónimo con el implacable Vesubio como telón de fondo. Encaramados a los sólidos muros de la fortaleza con forma de estrella de seis puntas, se llega a entender la magnética fascinación que esta tierra bella y maldita ha provocado en el ser humano a lo largo de la historia.

Camino al lujo amalfitano

Panorámica de la localidad de Sorrento.
Panorámica de la localidad de Sorrento.

Tras dos noches y tres días empapándonos de la esencia napolitana, los «descuidados» (ojo al eufemismo) arrabales del sur de la ciudad nos dan la despedida en nuestro camino a la Costa Amalfitana. Avanzando por la carretera del litoral, flanqueada por el Golfo de Napolés y el imponente Vesubio, se pueden comenzar a distinguir a lo lejos las moderadas elevaciones de la península sorrentina de un brumoso verde azulado.

Una vez pasada la localidad de Castellammare di Stabia, comenzamos a paladear el lujo amalfitano. La sinuosa carretera que conduce a Sorrento está salpicada de exclusivos hoteles y restaurantes bañados por aguas de un azul cobalto. Tras atravesar varios pintorescos pueblos, finalmente Sorrento se nos presenta altiva y orgullosa, encaramada a unos acantilados de considerable altura sobre los que asoman las terrazas de hoteles de lujo.

La villa acoje a un tipo de turisteo que apenas habiamos visto hasta ahora en Nápoles: americanos y británicos de lozanos cutis rojizos salvaguardados por sombreros, fulares y gafas de sol, degustando martinis en terrazas con solera. El ambiente está cargado de cierta elegancia aristocrática mezclada con el agradable perfume de naranjos y limoneros.

Un aroma que no nos abandonará en nuestro recorrido por la Costa Amalfitana. Una vez consigues desmarcarte del aguerrido tráfico sorrentino como si de un central uruguayo se tratara (una hora de retenciones no te la quita nadie), comienza una travesía por carreteras sinuosas encaramadas a un litoral bello e irregular.

Encantadores pueblos de tonos pastel literalmente colgados de la costa intercambian protagonismo con reconditas calas de priedra y aguas de matices turquesa. Del ilustre elenco de localidades con ese encanto mediterráneo (y ligeras dosis de postureo según se mire) destacan nombres como Positano, Amalfi o Ravello.

Un capricho llamado Capri

I Faraglioni: dos colosales afloramientos de roca junto a la costa de Capri.
I Faraglioni: dos colosales afloramientos de roca junto a la costa de Capri.

Seamos honestos: dejando de lado el postureo y la soplapollez reinante, lo cierto es esta isla hace honor a la fama que le precede. A unos veinte minutos en ferry de Sorrento, Capri ha sido uno de los bastiones de la jet-set y el famoseo menos casposo. Elegantes restaurantes, exclusivos hoteles y boutiques de precios ridículamente exorbitantes se suceden en las sinuosas calles de la localidad principal.

Sin embargo, esnobismos aparte, se palpa cierto magnetismo especial cuando rodeas en barco esta gran roca encallada en la bahía de Nápoles. Las cristalinas aguas que la rodean han ido cincelando la silueta de la isla creando una infinidad de grutas y formaciones rocosas casi imposibles, como los I Faraglioni. El agradable aroma que se respira entre sus fértiles viñedos, olivares y limonares, dispuestos en terrazas que se suceden hasta escarpadas elevaciones, te empapa de esa especie milenaria calma espiritual presente en determinados lugares del Mediterráneo.