Quizás os suene. Fotografía en blanco y negro: una multitud de miradas desafiantes se arremolina en torno a la cabeza cercenada de la estatua de Stalin. Es el otoño de 1956; la ciudad, Budapest.

Ahora, más de cincuenta años después, miro esa foto y pienso que esa épica instantánea, ese acto de rebeldía, que pronto sería brutalmente sofocado por los soviéticos, es un fiel reflejo de la historia de Budapest.

Una ciudad dual – con su Buda de suaves colinas y su Pest de amplias avenidas -, bella y orgullosa que no olvida las cicatrices de un turbulento pasado. En un lapso de poco más de cien años se han sucedido un imperio, una república, una monarquía con tintes dictatoriales, la ocupación nazi, el opresivo régimen soviético y el capitalismo.

El esplendor del Imperio

Así, Budapest («budapesh», como dicen los nativos) hace gala de un esplendor en ocasiones caduco. Al pasear por sus avenidas y contemplar las ostentosas fachadas de sus imponentes edificios, puedes sentir la opulencia de la que, con permiso de Viena, fue la joya del Imperio Austrohúngaro.

En sus vetustos cafés decimonónicos, degustando la suculenta pastelería local entre susurrantes conversaciones en un idioma imposible, aún encuentras reminiscencias de la vieja pompa de los salones imperiales. Paseando por la avenida Andrassy sientes ese aura de capital de Imperio que, mal que le pesara al emperador Francisco José, portó como una orgullosa dama de la alta sociedad y que le valió para medirse en belleza con Viena.

El Danubio a su paso por el famoso Puente de las Cadenas.
El Danubio a su paso por el famoso Puente de las Cadenas.

Los grises años del comunismo

Sin embargo, esta dama partida en dos por el Danubio, se marchitó durante cincuenta sombríos años de mandato comunista. Los desaturados tonos grises de las desconchadas paredes de las diminutas celdas del número 60 de la avenida Andrassy, son testigos de la crueldad con la que los soviéticos trataron a los húngaros tras la Segunda Guerra Mundial.

Ahora estamos en plena Guerra Fría, un mundo bipolar de agentes dobles ocultos en fríos soportales a la sombra de sobrias estatuas de líderes impuestos. Volvemos a la escena del comienzo, a la cabeza de bronce cercenada. El gobierno títere húngaro controlado desde Moscú se ve desbordado por una incipiente conciencia nacional que clama libertad, hastiada ya de tanta represión y tanto interrogatorio. Cientos de miles de estudiantes, intelectuales, obreros, políticos e incluso soldados se echan a las calles y toman los principales edificios de la ciudad en un acto de rebeldía que los blindados del Ejército Rojo aplastarán a las pocas horas, restableciendo el gris orden soviético durante las siguientes tres décadas.

La Casa del Terror, escalofriante símbolo de la represión fascista, primero, y de la comunista, después.
La Casa del Terror, escalofriante símbolo de la represión fascista, primero, y de la comunista, después.

Tras la caída del Muro

Los años han pasado, el Muro ha caído. El capitalismo ha irrumpido en la sociedad húngara. Lo aprecias cuando te asomas a alguna de las terrazas del Bastión de los Pescadores, allá en Buda, fusionándote con la heterogénea marea de turistas provenientes de todos los rincones del mundo. Lo saboreas masticando (maldita sea) una cheeseburger en el vestíbulo de la eiffeliana estación Oeste, reconvertido en hamburguesería (con cierta clase, todo hay que decirlo). O fisgoneando en el esplendoroso hall del Four Seasons, situado en el palacio Gresham, antaño sede de una compañía de seguros inglesa, exquisito ejemplo del Art Nouveau.

Visto así, el comienzo del nuevo milenio parece haberle sentado bien a Budapest, que poco a poco se despoja de esa pátina de sordidez y vuelve a vestir las mejores galas. A ambos lados del Danubio los monumentos destacan como hitos de un añorado esplendor pasado que pugna por volver, los puentes brillan en la noche reflejando titubeantes puntos en la superficie del agua y los fogones de los èterem despiden aromas de la especiada cocina magiar. Es aquí, al Danubio, la arteria líquida de la ciudad, a donde acude el viajero a despedirse de esta bella dama…eso sí, siempre pensando en volver a Budapest.

Mis lugares favoritos de Budapest.

Avenida Andrassy (Andrassy út): proyectada a modo de Campos Elíseos a la húngara, es la avenida con más solera de la ciudad. Indispensable para experimentar el esplendor y a la par la decadencia de la que hace gala la capital magiar. Mención especial la plaza Kodaly y las centenarias y bien conservadas estaciones de metro que hay a lo largo del recorrido.

Baños Széchenyi (Széchenyi Gyógyfürdö): después de una larga jornada nada mejor que un poco de relax en este balneario. Contemplar la puesta de sol desde una humeante piscina exterior rodeada de edificios neobarrocos no tiene precio. Bueno, sí: unos 12 euros por persona.

Bastión de los Pescadores (Halászbástya): un clásico en todo tour turístico que se precie. Lo cierto es que el edificio lo vale. Este curioso conjunto de siete torreones pseudo-medievales (en realidad son de principios del siglo XX) representa a las siete tribus magiares que se instalaron en las llanuras de la actual Hungría. Desde sus arcadas se obtienen una de las mejores vistas del edificio del Parlamento.

La Casa del Terror (Terrorháza): su nombre hace honor al interior de este edificio situado en el temido número 60 de la Andrassy út. Fue la sede tanto de los servicios secretos fascistas – los denominados “Flechas Cruzadas”, que asumieron el poder bajo la invasión nazi -, como de los comunistas. Su peculiar fachada gris coronada por un voladizo metálico, esconde ahora un museo de ese “horror” perpetrado por ambos regímenes. El interior alberga las laberínticas y claustrofóbicas celdas en las que no te gustaría pasar la noche, junto a una serie de salas perfectamente ambientadas. Mención especial merece el tanque soviético que preside el patio central. Entrada de estudiante: 3,5€; normal: 6,5€.

Colina Gellert (Gellert-hegy): la dura ascensión a esta colina merece la pena por las espectaculares vistas del Danubio y de la ciudad. La montaña, igual que el famoso hotel-balneario, toma su nombre del monje italiano al que San Esteban encomendó la tarea de cristianizar el país. El buen hombre tuvo un final un tanto cruel: fue introducido en un barril y lanzado colina abajo.

El Danubio (Duna): arteria principal y línea de separación entre Buda y Pest. Merece la pena un paseo nocturno tras haberte metido entre pecho y espalda un buen gulash en el Nádor (Nádor utca 30; 15-20 € / persona) o llenarte hasta el desmayo con una de las famosas sartenes repletas de salchichas, carne y chucrut del Fátal (Váci utca, 72; 15-20 € / persona). El puente de las Cadenas con el Castillo de Buda al fondo es de postal.

El Parlamento (Országház): la foto de Budapest. Una espectacular mole neogótica a orillas del Danubio que recuerda a su homónimo en la capital inglesa y que se recomienda visionar a bordo de cualquiera de los muchos barcos que surcan las aguas del río. No obstante, la otra cara, la que da a la plaza de Lajos Kossuth (Kossuth Lajos tér) – bautizada en honor al líder de la revolución de 1848 – no desmerece en absoluto: una amplia explanada flanqueada por el imponente edificio del Museo Etnográfico (Néprajzi Múzeum).

Plaza de los Héroes (Hosök tér): solemnidad en estado puro. En ella se erigió la estatua de Stalin que fue derribada y decapitada durante la rebelión de 1956. Lugar de las grandes manifestaciones nacionales, marca el final de la avenida Andrassy y el comienzo del Parque de la Ciudad (Városliget). Una columna coronada por el arcángel Gabriel, portador de la corona de San Esteban, es el eje central de la plaza, alrededor de la que se suceden las espectaculares estatuas de los reyes magiares.

Imprescindible: una visita al interior de la Ópera (Andrassy ut, 22) y subir a la cúpula de la Basílica de San Esteban (Szent István tér)