7 de diciembre de 2012. Marcaré esta fecha en mi calendario mental, como el día en el que entré en un concierto y salí de un espectáculo. El culpable: un genuino artista sin complejos llamado Rufus Wainwright. Deudor de la más pura tradición del music-hall, el compositor norteamericano nos brindó una sorprendente matinée que tardaré tiempo en olvidar.

Acompañada de una muy distinguida banda heterogénea – un guitarrista de voz rasgada con aroma country, una especie de Tracey Chapman del hampa junto a una versión voluminosa de Aretha Franklin a los (espectaculares) coros, el hermano gemelo de Ringo Star al bajo, un pianista más tarde metamorfoseado en una suerte de Elton Jhon, etecé, etecé -, la cálida voz de tenor de Rufus nos guió a lo largo de un recorrido por su carrera desde su disco debut Rufus Wainwright, hasta su reciente Out of the Game.

Además, tuvo tiempo para brindar tributo tanto a su madre como a su padre, ambos músicos, interpretando un par de temas suyos, e incluso presentar sus respetos al mítico Leonard Cohen, momentos después de que el hijo de éste, un simpático y vacilón Adam Cohen, amigo y telonero de Rufus, hubiera hecho lo propio con la emotiva So Long Marianne.

Ahora comienza el show de Rufus

Sin embargo, todo esto, que no es poco, no fue lo único. Tras unos minutos de penumbra sobre el escenario, en los que el personal esperaba un bis, una especie de Cupido vigoréxico surgió de la nada dando comienzo a un auténtico episodio carnavelesco-grotesco. Novato como era en lo que a conciertos de Rufus se refiere, me vi inmerso en un verdadero espectáculo circense en el que Rufus irrumpió cual diva vestido de Apolo, brillantina, una peluca, micrófono en mano, animando al público a subir al escenario y a representar junto a su banda lo que parecia una especie de obra de fin de curso de instituto americano (incluido un sandwich que cantaba).

Tras unos primeros instantes en los que mi perplejidad me dejó ligeramente sedado, comencé a disfrutar de esta surrealista puesta en escena de la que el músico nos hizo partícipes a todos. Todo con un toque bizarro, kitsch, desenfadadamente cabaretero. Una iniciativa muy honesta y profesional, en mi opinión, en la que Wainwright, verdadera carne de escenario, y su banda se exprimen al máximo, elevando lo que podría haber sido un simple concierto más a la categoría de espectáculo. Bravo, Rufus.