Nostalgia: “Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Un sentimiento que transmite de manera mágica Woody Allen en Midnight in Paris a través de su nuevo alter-ego Gil (Owen Wilson), un guionista americano que decide pasar unos días en Paris junto a su prometida y los padres de esta. Tras casi cincuenta películas a sus espaldas el inagotable director neoyorquino nos regala una comedia sencilla y embriagadora.

Y es que el protagonista, insatisfecho con su poco creativo pero muy lucrativo trabajo de escritor de guiones en serie, añora los maravillosos años veinte en los que París no sólo era una fiesta sino el centro del universo cultural.

De modo que Allen, decide dar un giro insólito al guión y así, cada medianoche, durante su paseo nocturno en busca de inspiración, un coche adentrará a Gil en aquel París de Picasso, Hemingway, Buñuel, Dalí… frenético carrusel de ilustres fantasmas, fiestas hasta el amanecer, ríos de absenta y generaciones perdidas.

Dalí y sus rinocerontes, genial Adrien Brody.
Dalí y sus rinocerontes, genial Adrien Brody.

Con Midnight in Paris regresa un Woody Allen en plena forma, aquel digno de títulos como Annie Hall, Manhattan o Sueños de un seductor. La narración te envuelve poco a poco y te sumerge en ese sueño en el que Scott Fitzerald y señora le atizan al bourbon a base de bien en las alocadas fiestas de los años veinte; o en el que un viril, conquistador y visceral Hemingway (“¿Alguna vez has matado un león?”) te hace recapacitar bruscamente acerca del verdadero amor mientras se calza como si nada una botella de vino; o en el que el protagonista revela su desasosiego amoroso ante un, nunca mejor dicho, surrealista auditorio formado por un extravagante Dalí (excelente Adrien Brody) obsesionado con los rinocerontes, a la vera de Buñel y Man Ray, regalándonos el genial “vosotros sois surrealistas, pero yo soy normal”.

En definitiva, un sueño del que Gil no quiere despertar y que provocará que la desconexión entre él y su prometida aumente a la misma velocidad que su atracción por Adriana (Marion Cotillard), ex-amante de Modigliani y Picasso.

Fantasía y realidad se entremezclan en esta suerte de cuento alleniano, reforzando ese sentimiento de viejo nostálgico que añora un tiempo pasado (a un servidor, sin ir más lejos, le hubiera gustado haber nacido en los 60 o 70). Magia y humor al servicio del mejor Woody Allen que no concede ni un instante de tregua a la imaginación y que, al igual que el buen vino, al final deja un agradable sabor de boca.