La quincuagésimo novena edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián está a punto de bajar el telón, así que mi pequeño instinto donostiarra ha sacudido la pereza que anquilosaba mis zarpas y me ha empujado a escribir este post sobre Wild Bill de Dexter Fletcher, filme enmarcado en la sección Nuevos Directores.

Con un título muy de película de vaqueros y con unos créditos en los que no reconocía ningún nombre, nos adentramos en el cubo pequeño del Kursaal con expectativas ligeramente pobres. Y ya se sabe lo que pasa cuando vas con las defensas bajas.

Lo que erróneamente se me antojaba una de esas pelis británicas a lo cine social de Ken Loach – vidas corrientes, gente corriente, y la siempre gris Gran Bretaña, con sus casas de ladrillos, paredes cubiertas de estampados horteras y pubs tan oscuros como las pintas de Guinness que tragan sus decadentes clientes como telón de fondo -, se convirtió en una más que agradable sorpresa.

Para empezar, la empatía con el protagonista es instantánea. Bill Ward (Charlie Creed-Miles) es un ex-convicto a la vez que un padre irresponsable y apático, acostumbrado a caminar por el lado salvaje de la vida (drogas, trapicheos diversos, violencia, alcohol, etc.), que tras pasar 8 años haciendo amiguitos en el trullo vuelve a casa y se encuentra con unos hijos que apenas conoce. Un percal que te toca la fibra sensible. De veras.

Dean (Will Poulter), el hijo mayor de Bill, no reconoce a su padre.
Dean (Will Poulter), el hijo mayor de Bill, no reconoce a su padre.

Y aún así Wild Bill no deja de ser una historia cruda y honesta, recubierta de una fina capa de humor y sazonada con la cantidad justa de emotividad. La relación de Bill con sus hijos centra la atención del espectador, que ve cómo se moldea y evoluciona a la sombra de un pasado que él pretende dejar atrás pero que inevitablemente asomará el morro en varias ocasiones.

Si esto que escribo no es suficiente para convencerte de lo buena que es Wild Bill, te puedo asegurar que el veredicto del público de la sala fue un unánime estallido de aplausos nada más encenderse las luces.

La transformación en el backstage

Y aquí viene quizás lo mejor de todo. Uno de los puntos fuertes del Festival es que tienes la oportunidad de ver de cerca al tipo que antes has visto a escala pantalla de cine. Y lo cierto es que a veces te sorprendes. De hecho, nos tuvimos que frotar los ojos y dar varios sorbos a las cañas que nos habíamos pedido cuando vimos al prota en carne y hueso, sentado a escasos metros de nosotros en la terraza contigua a los Cubos.

Ese tipo duro, esa mezcla entre Éric Cantona y Vincent Cassel en El Odio, con esos vaqueros desgastados, las bambas y la chaqueta de chándal hortera, esos andares encorvados de manos metidas en los bolsillos, ese fulano que ha trapicheado a base de bien y se ha codeado con los más malotes del barrio, que cuando se mosquea frunce el ceño, se encorva aún más y te agarra del cuello mientras ves los tatuajes que se ha hecho en la trena… resumiendo, ese tipo duro que te cagas, que hacía unos minutos nos había llegado a acojonar en la pantalla, era ahora una especie de profesor universitario de Literatura Comparada, con sus gafas de intelectual, sus pantalones demasiado altos que dejan ver los calcetines blancos, su americana, su sonrisa suave y comprensiva y sus gestos pausados… ahí, al lado nuestro, una metamorfosis express.

Y eso es lo que le concede al cine esa condición mágica, sorprendente, que puede hacer que un hombre sea quien quiera ser y que el público no lo note. Eso, amigos míos, es arte.